Por Augusto Trujillo Muñoz

Ahora pretenden llamarla “reforma social, solidaria y sostenible”. Antes la denominaron ley de financiamiento. Nadie entiende por qué no se le dice por su nombre. Semejantes eufemismos no solo son demagógicos; también son irresponsables: Tuercen el sentido de las palabras, ofenden la lógica, violentan la realidad de los hechos. Con cualquier nombre, lo que se anuncia es una reforma tributaria y lo que se van a cobrar son nuevos tributos, en un sistema tributario reconocido por ser ineficiente e injusto.

Según los expertos, la nación recaudaría unos 30 billones de pesos con la reforma, pero ha dejado de percibir más del doble de esa cifra en razón de beneficios tributarios. Salomón Kalmanovitz en su columna de El Espectador escribió que un gobierno capaz de anunciar una reforma tributaria a los dos años de haber hecho aprobar otra, informa que la primera quedó mal hecha. Juan Lozano, en la suya de El   Tiempo, se permitió definirla como una “reforma de locos”. El economista Diego Guevara, sostiene que más de la mitad del recaudo será para pagar deuda externa.

Para los técnicos del ministerio de Hacienda un nivel de ingresos de más de 2.5 salarios mínimos, es superior al del 90% de los colombianos. Por lo tanto, quienes reciben ese salario mensual, se deben considerar como parte del top 10% de personas con mayores ingresos. Semejante falacia no resiste el más mínimo examen. Un ciudadano con ese nivel de compensación laboral no puede satisfacer sus necesidades básicas, ni tiene capacidad alguna de ahorro, luego no debe ser objeto de gravamen. Por el contrario, eventualmente, podría ser merecedor de atención por parte del Estado.

Una reforma tributaria en medio de una crisis de la magnitud de la desatada por esta pandemia supone contradicciones francamente insuperables. Reactivar la economía es una prioridad que nadie sensato está en condiciones de discutir, pero a nadie sensato se le ocurre que, para eso, sirva una reforma que establezca nuevos tributos. Es preciso generar empleo y fortalecer la capacidad de consumo de los hogares más lesionados por la crisis. No basta con subsidiar empresas para mantener los puestos de trabajo. Es indispensable apelar generosamente al gasto público: Nadie distinto al Estado tiene la capacidad y los recursos para impulsar, hoy, un proceso de reactivación económica.

No tiene sentido decretar gravámenes cuya imposición resulta injusta y vulnera la tranquilidad de ciudadanos ya afectados por los múltiples problemas que inciden en la economía familiar y en su psicología individual. Lo que indica el juicio razonable y lo que determina la realidad de unos hechos tozudos, es desarrollar, en forma prioritaria, múltiples programas intensivos en mano de obra.

Fue con un ambicioso plan de obras públicas como el presidente Roosevelt supero la gran depresión de los años treinta: La construcción de vías terciarias e intermunicipales, la apertura y la prolongación de vías urbanas, el arreglo de parques, la defensa de cuencas y ríos. Esa clase de inversión sí es “social, solidaria y sostenible”. En ella han de concurrir tanto el ámbito nacional como el territorial y ella sí está en capacidad de desatar nuevas dinámicas económicas en el corto plazo. Lo demás es insensato. Es una reforma de locos, que solo tiene sentido en la mente de unos locos por la reforma.

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