Epígrafe: “El secreto de una buena vejez no es otra cosa que un pacto honrado con la soledad”. Gabriel García Márquez.
Por invitación del amigo, ANTONIO CANO GARCÍA, alma y nervio, ojos y oídos, voz del presente encuentro; insomne centinela, defensor a ultranza de los caros, ineluctables intereses de los PENSIONADOS de Colombia.
Bandera enarbolada por esta asamblea, patrocinada por la “Confederación General del Trabajo (CGT)”, “Confederación Democrática de Pensionados (CDP)”, “Asociación Nacional de Pensionados del Seguro Social (SINTRAISS)”, “Asociación de Parlamentarios Pensionados (ANPPE)”, que a futuro aspiran institucionalizar, con el concurso de la OIT y la CEPAL, el análisis de la problemática referente al adulto mayor.
Rebautizados: ‘adultos contemporáneos’, ‘sabios de la tribu’, para regusto de quienes encuentran la palabra VIEJO, demasiado inclemente, cruda, ruda. Inexorable realidad consecuencia de ese terrible, imparable mal asumido por los que nos cogió la tarde, cargados de arrugas, caprichos, conocimientos, experiencias, mañas.
VIEJOS, reverenciados por un sinnúmero de culturas que homologan el término como sinónimo de sabiduría, encargados de mantener la tradición, lo sacro, el sapiencial, perenne saber, conocimiento de lo circundante, etcétera, contrastando con el insoportable, lúgubre, oprobioso trato irrogado -sin pudor- en Colombia, por el parasitario, prescindible Fondo de Previsión Social del Congreso (FONPRECON), bunker donde se desprecia, tortura, ultraja al PENSIONADO.
Operador de los hegemónicos, anteriores gobiernos, concordado -según el presidente PETRO- con “los dos todopoderosos, omnímodos, intocables banqueros más ricos de Colombia”. Dueños de los más aburridos, influyentes medios de comunicación, utilizados para despistar la opinión, resguardar sus recónditos, protervos intereses crematísticos -ocultos y no ocultos-; denostar mediáticamente a sus oponentes.
Reprendidos por PETRO, por la “falta de pedagogía”, por “emboscar”, “estorbar”, la agenda social, contrario al Banco Mundial, que amigablemente avaló el espíritu de la “Reforma pensional y laboral”, en ciernes.
Tóxicos, desalmados agiotistas, cuya patológica, sinuosa indolencia social, prohíja la pobreza extrema y lleva a acusar -contra evidencia- falaz, irresponsable, ligera, torticeramente, al presidente, de querer “un país sin viejos”, de “expropiar el ahorro de los que cotizan en sus fondos privados de pensión”.
Agraviante payasada con la que intentan acorralarlo; desnaturalizar su redentor programa, que busca -por sobre todo- enfrentar con diligencia, firmeza, las desgarradoras: hambre, miseria, germen de la conflictividad social latente.
Premisa irrenunciable objetada con la altanera, indignante, malintencionada, temeraria, venenosa sindicación precedente, perpetrada por los precitados, engolados, insaciables vampiros, que han confiscado -ellos sí- en parte, bruscamente, el sudor, lágrimas, privaciones de la estigmatizada, esquilmada, explotada, famélica, mal-paga, traicionada clase obrera, a través de los Fondos de Pensiones.
“Dime de qué predicas y te diré de qué adoleces”.
Fariseos mercaderes del templo, arquetipos de la codicia, inmoderación que tienen convertido el país, en su coto de caza privado, desnudado por PETRO, quien develó el fraguado, sesgado mal uso de los susodichos Fondos, propiedad de estos semidioses de facto; desvelados custodios de sus inaceptables, injustos privilegios; de la corrupción funcional.
“Ahí si no hay escándalo ni pedagogía para explicarla”, les replicó el Gobierno.
Tragedia que -mirando el bosque, no solo los árboles- se comprometió a enmendar, asimismo, las oxidadas: igualdad, equidad, fruto de la injuriosa, inmemorial, rancia injusticia contra los arrinconados pobres; revindicar indexados sus ahorros -inalienables-, esperanza, fe, optimismo, como cerrar la sideral brecha entre ricos y pobres; rescatar del abandono a los campesinos.
Acatado, admirado, elogiado, escuchado, valorado líder, por las cansadas, represadas fuerzas democráticas, coexistentes con la imagen de cambio, renovación -irreductibles-, de la vida pública. Insatisfechas, relegadas masas que a un ¡BASTA YA!, dieron paso, en franca lid, el 19 de junio pasado, después de medio siglo de perseverante brega, al cimero, liberador mandato alternativo.
Triunfo de los desheredados de la fortuna, agenciado por PETRO, cuyo austero, ilustrativo, simbólico ejemplo de vida, estimula, ilumina, incita -sin ambages, excepción- a los compatriotas, a vivir ‘SABROSO’, con dignidad, según Francia Márquez, gústele a quien le guste, duélale a quien le duela.
Con PETRO ¡Hay luz en la poterna y guardián en la heredad!
Al inferir que ya todo lo sabíamos, empieza a olvidársenos casi todo, síntoma que el inescrutable, terrible Alzheimer nos acecha; enfermedad para la que no hay cura todavía, mientras para el agite juvenil, el paso del tiempo lo cura, igual que la pelona que espía, aguarda a la vuelta de la esquina. Viaje -sin regreso- que impensadamente emprendemos con las manos vacías, sin un adiós, un abrazo, un te amo, un perdóname. Posibilidad que, “como la filosofía -enseñó Platón- nos prepara para la muerte”.
¡AQUÍ NO HAY VIEJOS! -proclamó el tocayo, Mario Benedetti-: “Viejo es el mar y se agiganta, / viejo es el Sol y nos calienta, / vieja es la Luna y nos alumbra, / vieja es la Tierra y nos da vida, / viejo es el amor y nos alienta. / Somos seres llenos de saber / graduados en la escuela / de la vida y en el tiempo / que nos dio postgrado”.
Vargas Llosa expresó: “Yo sigo viviendo como si fuese inmortal, de modo que, si llega la muerte en algún momento, lo tomaré como un accidente totalmente imprevisto”. Lleras Restrepo, escribió “Para descansar está la muerte”, Muerte a la que solo le tienen miedo los que acopian remordimientos.
Lleras Camargo -‘El Monarca’-, dos veces expresidente, primer secretario de la OEA; de la Cámara de Representantes, lo visitó alguna vez Virgilio Barco, para informarle que marchaba a Washington a inaugurar en la OEA, un monumento con su efigie, donado por su gobierno, ubicada al lado de la de Washington, Bolívar, San Martín y otros grandes.
Al respecto, su entrañable amigo, Carlos Pérez, soltó este chascarrillo: “Alberto eso parece un homenaje que se le hace a un muerto”, a lo que el ‘Muelón’ -como también fue apodado- ripostó: “Que no se vayan a enterar que estoy vivo”.
En la eternidad de los tiempos, la vida -que se escapa- resulta tan insignificante, que nacer antes o después no tiene relevancia. Hace siglos el ser humano vivía en promedio 40 años; en la Edad Media, entre 25 y 35. En 1.900, en Estados Unidos, la esperanza de vida era de 47, hoy es de 80. En el mismo periodo, en España, pasó de 32 a 83. En medio siglo, en América Latina, ganó 25, situándose en 75. Hoy, el 73 % de los menores de 45, serán los viejos en 30 años.
El sofista Gorgias, maestro de Hipócrates e Isócrates, trabajó impertérrito hasta los 107 años. Isócrates escribió su obra cumbre a los 94. Platón, a los 80 seguía trabajando. “Quien no es un buen mozo a los veinte, ni fuerte a los treinta, ni rico a los cuarenta, ni sabio a los cincuenta, nunca será buen mozo, fuerte, rico o sabio”, advirtió George Herbert.
Mayor esperanza de vida que por más tiempo permite disfrutar, la aceptada como la mayor riqueza, cuya otra cara de la moneda conlleva el amargo vacío existencial, el deterioro vital, la falta de respeto de los coetáneos, el doloroso viacrucis de los días sin mañana, sin horizonte; los achaques; quedan atrás las maquilladas heridas; los apegos, arrepentimientos, frustraciones.
Mengua el ansia de consumo; brota el desgano, desinterés, pereza, rutina; en síntesis, el deseo, la seducción, la actividad sexual. La memoria -ese cofre de nostalgias, amores y desamores- la atrapa, invade las lagunas, la apatía emocional; la cobardía, la monotonía. La cubre el manto del olvido.
De la jubilación dicen los que la alcanzaron, que es la etapa más conspicua, antípoda, irreconciliable con la inactividad, en razón a que continúa el indomable dinamismo creativo, productivo. Cuando a Picasso le recalcaban estar muy viejo para emprender un proyecto, lo iniciaba enseguida. Marchitamiento que no traduce cansancio, inapetencia; tampoco una compasiva, lastimera, limosnera, solícita quietud.
“No me siento viejo porque tenga años detrás de mí, sino por los pocos que tengo por delante” predicó Ephraim Kishon. Envejecimiento que sobrelleva la certidumbre que todo es breve, efímero, pasajero.
Campanada que llama a repasar las alucinantes, excitantes, inéditas, truncas historias -trufadas de alegóricas, mágicas, anécdotas-; a volver sobre los deslumbrantes amaneceres, alboradas, rocío; a repintar los soles mañaneros, atardeceres carmesíes; las estrelladas, apasionadas, excelsas, lúdicas, poéticas, noches, alumbradas por idílicas, románticas lunas, avivadas por altivas, atractivas, estremecedoras, esquivas, lozanas, seductoras quinceañeras -capullos en flor con sabor a fruta madura-.
A resucitar la belleza de la bucólica, multicolor, paradisiaca campiña; la fragancia, el perfume, de las flores; los múltiples matices de verdes; el aroma de las moliendas que impregnaban el ambiente, como el azahar de los naranjales; el cadencioso canturreo del vecindario; el arrullo de las cristalinas, cantarinas aguas de los ríos; el gorjeo, trino de las aves y pájaros; el silbido, susurro del viento.
A releer incunables libros; reescribir emotivos, épicos, mundanos, tiernos instantes; trocar copas de vino por tazas de café saboreadas sin prisa. Cinceladas improntas en mármol, indeleblemente gravadas en el alma, el espíritu.
“Un corazón que nunca ha sufrido, es inmaculado y estéril, nunca conocerá la alegría de ser imperfecto”. ¡Confesión de haber vivido!, autobiográfico recuento imbuido por las ‘memorias’ del imperecedero, irrepetible bardo, Pablo Neruda.
Etapa en que mascullamos silencios de piedra; perdemos lentamente las facultades mentales; nos movernos “como perdonando el viento”, como dice la sempiterna canción -‘Mi Viejo’– del inmortal Piero. Pesados fardos para la familia, el Estado. “Todos deseamos llegar a viejos, y todos negamos que hemos llegado”, reconoció, Francisco de Quevedo.
“Un hombre no envejece cuando se le arruga la piel, sino cuando se arrugan sus sueños y sus esperanzas”, recordó Cicerón. Jorge Luis Borges, agregó: “No somos viejos, sólo que hace mucho tiempo somos jóvenes. Jesús Quintero rezongó: “No tomes la vida muy en serio, jamás saldrás vivo de ella”.
Persuadidos estamos de nuestra temporalidad, mortalidad; de que el paso por el mundo no es eterno, que los hijos no nos pertenecen -como suponíamos-, que todo es una fugaz, fútil, perecedera ilusión, como la singular existencia.
Envejecer es obligatorio, crecer opcional. “Ser lo que somos y convertimos en lo que somos capaces de ser, es la única finalidad de la vida”, instruyó, Robert Louis Stevenson.
Perdida la guerra contra las arrugas, nos volvemos más asertivos, condescendientes, intuitivos, tolerantes, nos aceptamos -sin concesiones- tal cual somos; dejamos de quejarnos no por lo que hicimos sino por lo que dejamos de hacer.
El gran filósofo y ensayista, José Ortega y Gasset, concluyó tajantemente: “Yo soy yo y mis circunstancias”. Frágiles remembranzas aunadas al dolor, la soledad, condimentos que le dan sabor a la vida; vida que continúa -sin pausa- sin nuestra irrelevante presencia, en la certeza que lo dejado atrás, atrás quedó, que los espejos, indefectible, inexorablemente, mienten, engañan -sin caridad, piedad-; que el paso del tiempo desvanece los éxitos y fracasos; las adolescentes: arrogancia, orgullo, prepotencia, vanidad.
Que la penosa partida, va tras la búsqueda de la alegría del cielo, de la paz soñada. Mañana de cenizas en la que nadie nos echará de menos, nombrará, recordará. Los ancianos somos una minoría en el planeta; por cada uno hay siete que no lo son y, por uno que muera tres lo reemplazan. En un mundo en incesante, perene mudanza, morir es parte del proceso, donde lo aprendido, las vivencias, es lo que más cuenta.
Confucio exhortó: “Aprende a vivir bien y sabrás morir bien”. Martin Luther King- añadió: “Si el hombre no ha descubierto nada por qué morir, no es digno de vivir…”. Baltasar Gracián, adicionó: “Un hombre a los veinte años es un pavo real; a los treinta un león; a los cuarenta un camello; a los cincuenta una serpiente; a los sesenta un perro; a los setenta un mono; a los ochenta… nada”.
Los errores son uno de los asuntos que más cuesta admitir y que más ayudan a avanzar. Edad -sin marcha atrás- que no es la que figura en la cédula, sino la que señala la actitud, el talante, faltándole solamente la cremación.
Admitamos que hemos vivido más vida de la que nos queda; que es natural que el sol -después de cumplir su diaria función- se oculte, para dejar que las estrellas brillen en la noche. Consumada la misión el ser humano, sobreviene -por lo regular- la desolación, el hastío, para transfigurarse en estorbosa antigualla, que desaparece -de súbito- sin chistar, lloriquear, luego de una postrera mirada al cielo, a los astros, al océano, a un ser amado.
Como arquitecto de nuestro eclipsado destino, devuelvo el almanaque para reconocer el hecho de que de joven, jamás avizoré el otoño, que llegó callada, impajaritable, inadvertida, indubitablemente, espoleándome a rematar esta melancólica homilía, con el testimonial verso de Amado Nervo:
“Amé, fui amado, el sol acarició mi faz.
¡Vida, nada me debes! ¡Vida, estamos en paz!
Mil gracias.