Sigo paso a paso la gira de Shakira por los principales escenarios del mundo, en los que alcanza llenos hasta las banderas. Lo de Barranquilla y Bogotá, fue deslumbrante. Como decía un político caldense para excusarse por su inasistencia a ciertos recintos, no tengo ropa para ir a sus conciertos. Ni edad para esos trotes. Todo me parece costoso y ruidoso. Pero, confieso,creo que el voltaje de sus caderas, pondría en peligro mi salud física y emocional. Tranquilos. Mi mujer conoce, como la que más, mis deliciosas debilidades.

Soy shakirista desde hace muchos años. No me sé sus canciones, así las oiga repetidas por mis hijas y nietos hasta la saciedad; su fraseo es griego para mí, pero eso no importa. La letra, de su bolero Hay Amores, si la memoricé. ¡Qué poesía…!. Pero lo que me subyuga es su presencia en la tarima. Sus caderas siderales. Su armónico físico y su energía cósmica , para emplear la jerga petrista. El baile de Shakira eriza hasta al más flemático y compuesto budista. Sin embargo yo la amo, es por buena persona. Por generosa y solidaria. Por noble.

Pero, ya habrá nuevas ocasiones para ponderar a Shakira.

 Lo que viene es un cuento de no creer. En búsqueda de una información sobre la barranquillera, me topé una nota de farándula mejicana, que me tiene entristecido. La muerte de Paquita la del Barrio, el 17 de febrero, no es. Si bien tocó mis fibras de macho sacudido por sus epítetos – rata de dos patas, animal rastrero, etc.-  su entonación ranchera la admiraba. Su muerte es una perdida para la expresión mariachi. Mas el fallecimiento que me entristece es el de la estadounidense-mejicana, Yolanda Montes, para los mayores de sesenta años, conocida en el mundo del baile, de la danza, del cine, como Tongolele. Murió el 16, a los 93 años. Tongolele, fue nuestro fetiche, cuando las tempestades hormonales comenzaron a desvelarnos, aterradoras y pecaminosas.

Yo conocí a Tonglolele en los telones del Teatro Mariscal Robledo de mi pueblo, Anserma la de Caldas, y puedo jurar que cuando aparecía en las películas del cómico Tin Tán, a los púberes se nos salían los ojos de las órbitas ante sus provocadores contoneos, una mezcla de  afros y tahitianos, que encendían los «malos» pensamientos, que luego nos eran perdonados por Monseñor Villegas, nuestro director espiritual. Eran los finales de los años cuarenta del siglo pasado y su presencia en vivo y en el cine desató encendidas polémicas en Mejico y en latinoamérica entre los moralistas y los otros, las mayorías, que no podían sustraerse a sus encantos, de diosa o de demonia, dependía del cristal con que se le mirara. Para las autoridades eclesiásticas  de su país, el que la fuera a ver, quedaba advertido de excomunión.

Un colega periodista de la época la describía como de ojos color turquesa con los que miraba, poderosa, sin proponérselo, como solo miran las panteras, que contrastaban con su piel trigueña. Su ascendencia tahitiana era patente en su rostro. A su cabellera, la coronaba un mechón blanco, natural, que fue como su singular identificación. Y su cuerpo, con las medidas universales perfectas, noventa, sesenta y uno, noventa, se asentaba sobre sus piés, siempre desnudos. Y sigo con el retrato escrito de la exótica Tongolele: se manifestaba en ella como su mayor elemento erótico, prohibido, desquiciante de admiradores y autoridades, su ombligo. Para que sus películas pudieran ser exhibidas sin que fueran incluidas en el índice de las inmorales por parte de la Iglesia, exigían que su ombligo fuera tapado. De milagro, en el celuloide del cine de mi pueblo, su ombligo estuvo a la vista.

Fue mi primer ombligo y aún aparece en mis sueños vetustos. Tongolele fue mi Shakira de la pubertad.

Post scriptum: ésta columna fue escrita sin ayuda de la IA, pero sí, de Carlos Díaz Barriga, cronista de la Revista Milenio, de la ciudad de México.

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