Por lo menos las tres primeras décadas de este siglo parecen colocar al personaje en un sitio de alta peligrosidad en la escena mundial, ya como amenaza nuclear, ya como jefe de quienes buscan derrumbar el liderazgo de occidente, ya como un “metomentodo” en los países democráticos, ya como modelo de aquellos gobernantes y políticos de cierta maligna derecha que suspiran por el llamado autoritarismo antiliberal.
Rusia, en 1991, concluyó su ensayo desde la izquierda como un gigante cojo, que perdió su grandeza y sus ínfulas por causa de ese experimento comunista, con más de setenta años de corrupción, despilfarro, perversiones económicas, políticas y sociales. Pero el error, hoy, de los Estados Unidos y la Unión Europea, es creer que la postración del soviético fue definitiva.
Pues no. Se ha levantado poco a poco Rusia; Putin ha mejorado su ejército y las técnicas de combate, modernas y aunque no ha podido con Ucrania, su peligrosidad mundial se ha elevado con la llegada de Trump al poder, admirador de Putin y sus arrestos autoritarios.
Aunque gastada, la comparación con Hitler es válida. Comenzando por la situación de ambos en la extrema derecha. Y siguiendo con sus personalidades. Hitler, prevalido de una misión mística, alegó la superioridad de la raza germana; acusó a los países de haber pisoteado a Alemania; nostálgico del perdido imperio, proclamó un Reich dominante y milenario. Si Hitler aludía al “lebesraum” o espacio vital, Putin dice “mestorazvitje” o desarrollo espacial. Rusia, asegura Putin en esa línea, ha sido humillada y no es un país sino toda una civilización superior. Racista, Putin, en 2012: “pueblo vencedor, está en nuestros genes”. Peligro: nada tan agresivo e imprudente como un país que fue imperio, que lo dilapidó y que añorante dispone después de poder solo suficiente para disturbar. Esa es la Rusia de Putin.
Putin suspira por el hundido imperio ruso, el de los zares y el de Lenin y Stalin. Aspira a toda Europa Oriental. Así ha actuado: primero fue Chechenia, luego Georgia; más tarde se anexionó Crimea y desde hace tres años intentona contra Ucrania. Como Hitler, que se engulló a Austria, Checoeslovaquia y Polonia. Y al final, la guerra.
Dije antes que la llegada de Trump a la presidencia le colabora a Putin. Los europeos, con los Estados Unidos como promotor, crearon en 1949 la OTAN (Organización del Tratado del Atlántico Norte), como entidad militar, defensiva de los países de Europa Occidental, para detener el expansionismo ruso. Incluso, su acuerdo se firmó en Washington, pero Trump lo desprecia. Preguntado en Carolina del Sur hace un año, si no obstante la mora de algún país en sus cuotas, él les colaboraría, respondió con un más allá: “No. De hecho alentaría a Rusia a hacer lo que le dé la gana”. Además los aranceles. Putin toma nota, dos.
De hecho es el problema del poder. Se comprenden las razones por las cuales los Padres Fundadores de Estados Unidos, al redactar su constitución, su máxima -máxima- preocupación fue establecerle límites al poder. Con Putin mejor se entiende; y algo con Trump. Porque el hombre de poder sin restricciones termina prisionero de las exigencias de ese mismo poder, que lo domina -gran paradoja- y lo obliga a expandirlo. Como un Satanás interior, no descansa. Y así se llega a lo más irracional, que es la guerra.